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La función que sale mal. La paradoja de triunfar fallando estrepitosamente

Pocas veces he estado encima de un escenario, pero siempre ha habido unos nervios difíciles de controlar – ahora se da cuenta uno de lo bien que sienta ser espectador. Hay tantas cosas que pueden salir mal: olvidarse del texto, no saber cuál es tu pie, los fallos técnicos, que el público no congenie con la obra, bajas de última hora o la constante molestia de los móviles que no llegan a apagarse del todo…

“La función que sale mal” no podía tener un título más clarificador. Nos situamos en una noche de estreno que presume ser mágica y espectacular. Los espectadores van ocupando su sitio, leyendo el programa de mano, hablando entre ellos… Mientras tanto, un equipo técnico ataviado de uniforme con actitud a ratos pasota, a ratos histérica, parece sumergido en su propia burbuja y, en el aire, la pregunta de los espectadores más puntuales: ¿ha comenzado ya el show?

Tras el saludo inicial del director de la obra – un joven que apunta maneras con (no) éxitos tan notorios como “Cat”, “Siete novias para cuatro hermanos” o “La fea y la bestia” –, comienza una función que va de mal en peor. Estamos en el salón de una mansión inglesa que bien podría aparecer en una novela de Agatha Christie y sobre la chaise longue descansa un cadáver. Alrededor del incidente se reúnen todos los personajes que deberán iniciar una investigación para averiguar quién es el culpable, pero la obra no va a ir todo lo bien que la compañía universitaria desea: un director desquiciado, un auxiliar pasivo y torpe, actores que se salen del papel, técnicos molestando y un largo etcétera de todo aquello que no debería pasar.

Con una carrera de fondo de lo más longeva y exitosa y presencia en 30 países, “La función que sale mal” ha hecho reír a carcajadas a más de 8 millones de espectadores desde que se estrenara en el West End londinense en un 2012 que ya apunta lejano. Esta comedia en estado puro cuenta con un reparto talentoso y perfectamente coordinado que no tiene problemas en improvisar cuando haga falta en compenetración con el público. Y aunque no lo parezca, todo lo que sale mal, los fallos, los descuidos, los accidentes y hasta el peligro que sufre el decorado cuentan con un engranaje perfectamente ejecutado, planificado, ensayado y realizado. Desde las butacas se nota la labor de coordinación que hace todo el equipo, lo cohesionado que está el reparto y la pasión y entrega que demuestran.

Con ritmo ágil y mucha gracia, se recuerdan pocas comedias en cartelera en las que el público se ría cada dos segundos y la comicidad aguante de manera ingeniosa y constante durante toda la representación. No extrañan para nada las ovaciones y los aplausos del final, tan merecidos, pues supone un diez en todas las categorías necesarias para que una obra destinada al fracaso sea un éxito rotundo. Y aunque la banda sonora pueda ser José Luis Perales o una canción de suspense y terror, en realidad, el tempo que marca la obra son las carcajadas sin fin del público.

Tras llegar a Madrid en septiembre de 2019, esta compañía aficionada universitaria echa el telón en el Teatro Marquina el día 28 de mayo y Dios sabe si seguirán triunfando y fallando al mismo tiempo, cosechando éxitos, aplausos, risas y premios como hasta ahora. 

Como un engranaje de un reloj suizo, la obra de cierto corte surrealista combina de un modo brillante el ingenio necesario para escribir y representar una obra tan complicada y la coordinación imprescindible de muchos equipos para que todo salga como debe salir: mal, fatal, nefasto, siguiendo la estela de obras condenadas a la ruina o incluso malditas como “Macbeth” o “El enfermo imaginario”, que supuso la propia muerte de Molière sobre el escenario. Todo un ejemplo paradójico de que, a veces, para triunfar hay que fallar estrepitosamente. Ya saben, ¡no se la pierdan!

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Las guerras de nuestros antepasados. Delibes hace pleno.

Hay algo especial en las novelas de Delibes que hace cosechar tanto éxito en los clubs de lectura, los colegios e institutos, la gran pantalla y hasta el escenario. Un qué sé yo que se une al talento natural del escritor artesano de palabras, fonemas e historias y que consigue ganarse al público y cubrirse de aplausos.

Estrenada el 25 de enero en el Teatro Bellas Artes, “Las guerras de nuestros antepasados” cuenta la historia de Pacífico Pérez, un recluso condenado por homicidio, al que a un psicólogo de la prisión le cuenta su vida, sus sentimientos y su pasado. A través de un extenso diálogo que le otorga un gran dinamismo a la obra, el espectador se adentra en la psique de Pacífico y en la relación con su padre, su abuelo y su bisabuelo. 

En contraste con la firmeza y la crueldad de estos hombres, Pacífico es un hombre cándido, de una sensibilidad casi enfermiza, que no busca librar ninguna batalla – ni siquiera la de su propia existencia – y que lejos de imponer sus propias normas, vive de acuerdo con sus propios valores y sus convicciones morales en una estabilidad pasmosa que no casa con la tradición familiar. 

Si Delibes es indiscutiblemente un factor destinado al éxito (lo hemos visto triunfando en escenarios de toda España con obras como “Señora de rojo sobre fondo gris”, “Cinco horas con Mario”, “Los Santos Inocentes” o “La hora roja”), el talento, la habilidad y el trabajo de fondo que hay detrás de la interpretación de Carmelo Gómez hace que el público quede prendado. Sin duda, estamos ante una de las mejores actuaciones teatrales de esta temporada. Y es que Pacífico es un personaje complicado de interpretar por su condición de enfermo, víctima de unos altibajos emocionales fuertes, que pasa de la pena a la más pura felicidad, de la ternura al llanto y de la melancolía propia del pasado a la esperanza que nos trae el futuro, aunque Pacífico tenga más de lo uno que de lo otro. También hay que añadir que el texto es complicadísimo de defender a causa de los vaivenes temporales del personaje al contarnos su propia historia, las frases que se entrecortan, las ideas que quedan suspendidas en el aire sin llegar a matizarse y el estar interrumpiendo constantemente su monólogo por las toses, las dificultades respiratorias y la angustia vital que siente y padece.

Carmelo Gómez, dotado de un talento inmensurable, nos presenta un personaje de una sensibilidad exquisita y una historia con mucho trasfondo y mucha filosofía. Actor, texto y personaje son una misma cosa.

La novela, publicada en 1975, no pudo escoger mejor momento para dar el salto a las librerías: la Transición. Como un libro bisagra, supone la perfecta frontera entre el viejo mundo y el que estaba por llegar. Sin embargo, la naturaleza humana siempre se abre camino. En un contexto como el actual con guerras presentes en Afganistán, Ucrania, Etiopía, Yemen, Israel y Palestina, la crispación política que atraviesa nuestro país, las guerras comerciales entre EE. UU. y China, los asesinatos y las protestas civiles en Perú o Brasil y la ocupación del Tíbet, esta obra toma un cariz especial, siendo su mensaje más necesario que nunca.

A lo largo de la obra, se nos presenta una sociedad enfrentada y violenta que necesita de las guerras de cualquier índole para poder vivir, como si de la guerra naciera un impulso vital tremendamente necesario para nuestra propia existencia.

El padre, el abuelo y el bisabuelo de Pacífico, marcados por la Guerra Civil, la de Marruecos y la última de las contiendas carlistas, respectivamente, no pueden concebir que el muchacho no tenga una guerra que librar y que nunca llega. La obsesión hecha diálogo: “Tu guerra debe estar al caer, Pacífico”. Surgen los cuestionamientos, las señalaciones y Esa Palabra: ¿Pacífico es maricón? ¿Es Pacífico un hombre realmente?  ¿Está sano mentalmente? ¿Qué le ocurre a este muchacho que detesta las guerras y la crueldad? 

Pacífico cae bien. Pacífico cae de puta madre. “Cada hombre tiene su guerra, lo mismo que tiene una mujer”, a tal conclusión llega el ingenuo Pacífico Pérez quien al final, sin comerlo ni beberlo, ajeno a una sociedad en la que no ha sabido ni querido integrarse, morirá aplastado por quienes dictan las normas y recorren los recovecos del sistema para su propio beneficio. Hecha la ley, hecha la trampa, que diría el refranero popular. Como nos pasa a muchos, desgraciadamente – añado yo –, porque… ¿Cuántos Pacíficos ha podido haber en la Historia de la Humanidad? ¿Cuántas personas deben regirse por unos convencionalismos sociales implantados con los que no concuerda? ¿Están marcados todos los Pacíficos por el mismo sino? 

Esta versión realizada por el prestigioso dramaturgo Eduardo Galán, que ha contado con el apoyo de Carmelo Gómez, natural de León, para adaptar la manera de hablar y hacerla más real, se erige bajo la batuta de Claudio Tolcachir, director de teatro argentino con una trayectoria envidiable tanto en Argentina como en el extranjero. Todo un equipo cohesionado que funciona a la perfección formado por Miguel Delibes, Claudio Tolcachir, Eduardo Galán, Jesús Cimarro, Carmelo Gómez y Miguel Hermoso. 

Una obra que sobresale por la maestría de la interpretación y el debate posterior que surge sobre la justicia, la moralidad y la ética, las nuevas masculinidades, la importancia de marcar la diferencia, el placer de vivir según nuestras normas y la necesidad de, en ciertas ocasiones, plantar un pie y defenderse.

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Retorno al hogar: lo que sucede alrededor de una mesa

“Quien bien te quiere, te hará llorar” seguramente sea uno de los refranes populares españoles que más detesto; con esa cosa rancia y desfasada de tiempos antiguos que desprende el refrán y provoca que se alarguen las palabras más de la cuenta por la caspa que contienen que hace trabarse la lengua a cada movimiento.

En “Retorno al hogar” del Premio Nobel Harold Pinter hay un poco bastante de eso.

“Retorno al hogar” nos sitúa en una casa de Londres plagada de ostracismo, decadencia, envidia, desidia vital, sueños rotos, comida pésima y un ambiente asfixiante que secuestra a los personajes, sin permitirles la libertad ni dentro ni fuera de la familia. Hay algo que no les deja marchar de la casa y, al mismo tiempo, les convence de que echarán de menos aquel ambiente si es que se atreven a abandonarlo. Una especie de “ni contigo ni sin ti” en la que somos lo suficientemente conscientes para detectar la toxicidad y lo bastante cobardes para no querer huir de ella. ¿Y si el ambiente de allá afuera es peor? ¿Y si la burbuja desagradable en realidad es un mecanismo de protección? ¿Y si…?

Hace años que no habita una mujer aquella casa. El viejo Max vive con su hermano Sam y con sus dos hijos, Lenny y Joey. La vida simplemente transcurre, nunca en paz, pero transcurre.

Un día aparece por sorpresa Teddy con su mujer tras seis años sin pisar aquella casa. Ahora vive en Estados Unidos, ha estudiado filosofía y tiene una brillante carrera como profesor y escritor. Parece que lo ha conseguido todo y podría darse por satisfecho, ¿puede que necesite volver? ¿Se siente extraño sin aquella atmósfera? La mala energía de la que se nutre la casa y los roles de cada uno de los personajes realmente son los protagonistas. Porque esta historia no va de Teddy, de Ruth, de Max, de Lenny, de Joey o de Sam. Va de los roles que asumimos los seres humanos en nuestros grupos o en la sociedad, de las burlas y los miedos, las herramientas que tenemos para defendernos o del orgullo que nace en situaciones desagradables. De aquellos hombres que sólo saben lanzar piedras a su propio tejado para absolutamente todo: con tal de llevar razón, para no asumir sus propios fracasos, para fingir que no existe el miedo (no es que no haya miedo, directamente no existe), para no tener que enfundarse en el perdón o en el cariño…

Pinter juega con los personajes, los diálogos, las acciones, los silencios y enreda la escena en un caos de tensión y una marea de resentimiento y reproches: la comida, la filosofía vital, la ropa, los hobbies, las decisiones, la imagen sobre el otro…

Lo que más he disfrutado del texto es la participación del público, ya que, siguiendo su estilo único, su estela rebelde y su personalidad irreverente y provocadora, Pinter parece saltarse algunas páginas o momentos, como si viéramos una vieja cinta casera en VHS en la que hay partes borradas por el tiempo, aunque su esencia sí se deja entrever. Es ahí donde el espectador – actuando una vez más como voyeur frenético – debe formar parte activa de la historia y tirar de su imaginación para unir las piezas y los detalles de la escena y los diálogos y rellenar esos huecos mínimamente perceptibles con sus propios detalles, añadiéndolos de su propia cosecha para dar redondez a la trama.

Esta versión a cargo de Daniel Veronese (Premio Max Iberoamericano) cuenta con la participación de un equipo actoral de primera con rostros tan conocidos como Miguel Rellán, Alfonso Lara, Fran Perea, David Castillo, Juan Carlos Vellido y Silma López. Todo un equipo cohesionado, pese a los malos rollos entre los personajes, que se ha tenido que enfrentar – y no es tarea fácil – al estilo de Pinter y adaptarse a sus juegos poco convencionales y carentes de lógica.

A través de la más absoluta cotidianeidad, pues toda la obra transcurre en un salón y alrededor de la mesa, se recrea un ambiente cargado de tensión y provocación.

Estrenada en 1965 bajo el nombre “The Homecoming”, esta obra se representó por primera vez en España en 1970, en una sesión única que acogió el Teatro Marquina bajo la tutela de Luis Escobar, todo un referente en el mundo del teatro. Después llegarían otras representaciones en la Sala Olimpia con un Javier Cámara treintañero o el Teatro Nacional de Catalunya en el año 2007 y ahora en el Teatro Fernán Gómez.

De EE. UU. a Londres y de Londres en un viaje itinerante por teatros de Madrid, Murcia, Guadalajara, Burgos, Málaga, Toledo y Rivas Vaciamadrid. Con la casa y la tensión a cuestas, nuestros protagonistas tienen trabajo por delante.