El gol de Iniesta. Aquel “Pedrooooo” de Penélope Cruz en la gala de los Óscar del 2000. El pendiente perdido de La Faraona o ese “yo he venido a hablar de mi libro” espetado por Francisco Umbral.
Son hitos que forman parte de la memoria de los españoles; como si estos momentos recogieran de algún modo lo que somos, nuestra esencia. A esa lista, yo también añado la voz de Pepe Sacristán. Porque él lo vale.
Parece que las novelas de Miguel Delibes estaban hechas para ser representadas en el teatro. Y triunfar, por supuesto. Ya lo vimos en su momento con Lola Herrera y sus “Cinco horas con Mario” – porque son sus cinco horas con Mario – que ha interpretado desde 1979 hasta 2022. También se han llevado al teatro otras novelas como “La hoja roja” o “Las guerras de nuestros antepasados”, que se estrenará en el Bellas Artes en febrero de 2023. En “Señora de rojo sobre fondo gris” también se recoge la muerte, la soledad, la memoria sentimental, el paso del tiempo, las cosas que se quedaron por decir a quien ya no está y el amor como el sentimiento más puro. El texto nace como un recuerdo y un homenaje póstumo a la mujer del escritor que Sacristán sabe reconocer, valorar y engrandecer. No en vano, el propio Sacristán fue amigo del escritor y éste le concedió los derechos para versionar la obra. Al final del monólogo, tras los aplausos correspondientes totalmente merecidos, cae un solemne “en honor de Ángeles de Castro, puesto que, sin ella, sin su aliento, sin sus ánimos, no conoceríamos muchas de las obras de Delibes”.
Tal y como comentó el escritor en su momento, aquella mujer sensacional fallecida de un tumor cerebral a los 51 años y que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir, fue su mitad.
Estamos en 1975, Nicolás es un pintor prestigioso en plena crisis creativa. Consumido por la tristeza y el estrés por la incapacidad de pintar y de que acudan los ángeles (las musas), evoca recuerdos tristes de su vida. Por un lado, la detención de su hija y su yerno por motivos políticos. Por otro lado, la enfermedad y la muerte de su mujer, Ana, que le hace abandonar la pintura, descomponerse y preguntarse cómo va a vivir a partir de ahora. ¿Cómo se combate la soledad, la pesadumbre, el abandono?
Es curioso cómo un solo actor abarca el escenario por completo y lo llena. No resulta difícil de creer tratándose de un actor que arranca desde la pasión y ha sabido escoger su trabajo en base a la auténtica vocación. ¿Qué diría aquel niño que venía de la tierra de los ajos si se viera a sí mismo ahora sentado desde una butaca? Al trabajar con pasión y desde el buen hacer, se nota que el texto es completamente suyo: las pausas para rellenarse la copa, las miradas al vacío, la modulación de la voz en según qué momentos… Es tan impresionante el talento de este hombre que hasta los silencios los llena, creando en el espectador un cierto desasosiego en compenetración con el ambiente de la obra.
En “Señora de rojo sobre fondo gris” nos encontramos un escenario lúgubre, deshabitado y descuidado. La buhardilla le sirve como refugio para evadirse de sus pesares, si no los llevara dentro y a cuestas. Hay cuadros sin terminar porque los ángeles no acuden – ¿es posible que estén ocupados acunando a alguien? –, el polvo se acumula, las botellas de licor parecen más vacías cada vez y aquella chaise longue de estilo victoriano hace mucho que no siente a dos amantes cobijarse en su tela. Y en el medio de aquel escenario, un hombre solitario con mirada lánguida nos narra sus miedos.
No es de extrañar que el Teatro Bellas Artes cuelgue a menudo el cartel de “todo vendido” o sold out, salvo que ahora se cuelga en sus redes sociales. Tiempos modernos, supongo, aunque con la esencia de siempre.
Eso sí, a los espectadores les aconsejo apagar los móviles completamente, evitar los excesos de tos y levantarse para aplaudir en cuanto acabe la obra. Ahora sólo queda preguntarse quién será el guapo que se atreva a rescatar este texto en un futuro (esperemos que muy lejano) y competir con semejante actor; la sombra de Sacristán es alargada.
Y como conclusión que me atrevo a compartir, diré que la obra supone un alegato a favor del arte, que siempre queda, como una forma exquisita de alcanzar la inmortalidad. Así pues, tanto la novela, como la obra como el retrato de Eduardo García Benito realizado en 1962 nos presentan la historia de amor y duelo de Miguel Delibes y Ángeles de Castro, uniéndoles no sólo a través del amor, también a través del arte y la cultura por toda la eternidad.
Quizás su amor, como tantos otros, también forme parte de la memoria sentimental de este país.