Decía Fernando Pessoa, poeta, escritor y dramaturgo portugués, que el inventor del espejo envenenó el corazón humano. Casi 90 años después podemos añadir a la frase un responsable más: los medios de comunicación.
Nos encontramos en los aclamados años 90 en Ohio. Un sótano extraño, repleto de cajas de zapatos, desordenado, frío, oscuro. Hay cadenas por el suelo, un colchón desvencijado y todo un ambiente de misterio y extrañeza. El miedo no aparece (todavía). En el escenario nos recibe de espaldas una chica de ojos llorosos y alma rota. Frente a una cámara nos cuenta su historia: se llama Emily Dawson y, al igual que Alicia, también ha atravesado espejos y pantallas.
“El monstruo de White Roses” es un thriller teatral escrito por Jesús Torres e interpretado por Víctor Palmero y Lucía Díez, rostros conocidos de la televisión y los escenarios.
“I ́m here! Help!”, fue el grito de auxilio que despertó al tranquilo barrio de White Roses, en Ohio, una mañana de abril. Aquella voz apesadumbrada y llena de energía era la de Emily, la joven adolescente secuestrada casi un año atrás. ¿Y su verdugo? Harry Coleman, el zapatero del barrio, un hombre esquivo pero tranquilo, quien la había sometido a toda clase de abusos y torturas en el sótano de su casa. Y así es cómo Harry pasó a la Historia de América como el Monstruo de White Roses. Y así es cómo el caso de la desaparición de Emily Dawson dio la vuelta al mundo y estuvo presente de manera repetitiva y sensacionalista en los noticieros y periódicos dando pie a la llamada “década de las desapariciones”.
En un mundo actual dominado por los medios de comunicación, las redes sociales – qué curioso que la publicación de este artículo coincida con el veinte aniversario de Facebook –, el mensaje rápido, fugaz, viral y de olvido más rápido todavía, el contenido vacío, el clickbait y la nula crítica del periodismo hacia el periodismo este thriller teatral se hace más necesario que nunca. ¿Y qué mejor forma que criticar el rol de los medios, usuarios, productores y consumidores que mediante una historia truculenta y morbosa? Porque no nos olvidemos que si hay una forma criticable de contar una noticia atroz es porque hay espectadores dispuestos a escucharla y a humedecer los labios. Por eso, resulta tan interesante que en los Teatros Luchana donde se representa la obra, el espectador se vea obligado a entrar a la zona de butacas por el escenario, como si también fuera parte de la cadena, del entramado.
Como en una especie del Mito de la Caverna de Platón, el espectador es puesto frente a un escenario repleto de sombras y cadenas, en el que los actores cuentan una historia que, poco a poco, se va complicando y enroscando en el misterio para dar un sorpasso final.
Cuenta el director y dramaturgo que el proceso de creación ha sido apasionante y que, a raíz de escribir una escena, ensayarla y pulirla nacía la siguiente. Así se forma una obra delicada, con unas interpretaciones fascinantes y más profunda de lo que aparenta. El rol de los medios de comunicación y el sensacionalismo del que se han nutrido la sociedad y los medios, unos para hacer caja y audiencia, otros por querer una víctima sobre la que llorar y volcar sus penas y miserias, como si la desgracia de un desconocido nos sirviera para darnos cuenta de la felicidad (a veces escondida) de la que gozamos. Todo un mecanismo fatal y falto de sensibilidad que entronca lo más negro del ser humano.
Pero también nos habla del juego de los espejos y de las máscaras que ponemos a los demás de una forma prejuiciosa y automática y ahí creo que radica lo más interesante de la obra. Como si no viésemos la escena realmente completa, algo parecido a las sombras que veían los hombres presos de la caverna. ¿Se experimenta una cierta liberación cuando se cierra el telón?
“El monstruo de White Roses” es un retrato de una década en la que las noticias espantosas copaban portadas y espacios con entrevistas mordaces y documentales frívolos. Tiempos oscuros en los que surgía toda una hazaña acompañada de la creatividad más visceral para ver quién se llevaba a la audiencia de calle, quién arrasaba y qué medios conseguían más telespectadores pegados al televisor. De hecho, la propuesta de Jesús Torres es innovadora, ya que se nutre de documentales de este género producidos por Netflix y puesto que combina la dinámica narrativa clásica del teatro con otras formas audiovisuales más actuales.
Todo esto, con el aumento de las tecnologías y el apego – a veces nocivo, todo sea dicho – del móvil y las redes sociales ha mutado a lo que conocemos hoy en día como true crime. ¿Cuántas veces leemos una noticia horrible en alguna red social y nos entristecemos o nos enfadamos con el mundo para, en un segundo después, pasar a otro vídeo, otra foto random? ¿Existe un limbo con todas las sensaciones que nacen en un segundo casual para morir en otro segundo posterior y casual?
¿Cuántas tragedias en portadas y medios empañaron su verdadera desgracia? ¿Nos acordamos de las víctimas o sólo de la que fue más comentada, más viral? ¿Hay velas para todas ellas? ¿Un caso eclipsa otro caso? ¿Las víctimas logran en algún momento mirar hacia otro lado y seguir con su vida?
Harry Coleman y Emily Dawson se van desnudando, psicológicamente, en el escenario, conversando y ejecutando un retrato perfecto de su cotidianeidad, dando pie a que el espectador vaya elaborando una ficha policial de los hechos y de la psique de cada personaje, para confirmar lo que reconocía Hitchcock: que a cualquiera le gusta un buen crimen, siempre que no sea la víctima. Aunque, a veces, convertirnos en víctimas pueda ser la perfecta solución. Han pasado más de 30 años desde el incidente y hay quien asegura que ha visto a Emily Dawson por alguna calle de Ohio. Hoy, tantos años después, se sigue buscando carnaza: ¿cómo es Emily hoy?, ¿ha olvidado lo que le sucedió?, ¿cómo consiguió salir adelante?, ¿cómo lucha contra las secuelas? Al igual que José María Íñigo, la gente quiere saber…. ¿Estará de nuevo Emily Dawson pronto en sus mejores pantallas?